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miércoles, 2 de marzo de 2016

Conil de la Frontera y las posibles utilidades de sus memorias

Magdalena González*

El recuerdo y el análisis del pasado se inscriben siempre en el presente y esa  reflexión o creación sobre lo sucedido en el tiempo que nos precede informa sobre la sociedad de la que formamos parte. Luego la memoria, y en parte también la historia, es una forma de actualización y proyección permanente de los hechos que sucedieron.

La memoria compartida (siempre plural y la que aquí más nos interesa) reivindica, cohesiona, legítima y genera formas de actuación que tienen por referencia la identidad. La experiencia de lo vivido o de lo conocido se transmite como forma de aprendizaje social para crear y mantener vínculos de pertenencia al grupo, lo que en sí mismo ya justificaría el interés de la historia social y cultural por los  contenidos y características de esa transmisión. De manera parecida ocurre con la memoria autobiográfica, que desde la segunda mitad del siglo XX es también una herramienta pujante de las ciencias sociales, y muy en especial de la historia, porque la consideración de la población civil como objetivo de la violencia política ha llenado el pasado de víctimas sometidas a reevaluación en las sociedades de los sistemas democráticos más avanzados.

En el caso de España, sin embargo, la singular experiencia del golpe de Estado, de la guerra,  la dictadura y la transición democrática pactada, a las que éste dio lugar, ha venido reforzando la persistencia en el espacio público de un relato oficial de la memoria de los vencedores que condiciona todavía parte de nuestra percepción de la actualidad, lo que sin duda parece un grave déficit democrático. Se da así la circunstancia de que la resistencia del correoso discurso de la división y el enfrentamiento continúa impidiendo un consenso cívico deseable y actualizado, no sólo sobre los traumas pretéritos, sino también sobre muchas otras cuestiones de importancia para los que éste parece continuar como referente interpretativo.

Si nos centramos en la resignificación de los años treinta y de la dictadura, la lectura, tan repetida,  de que volver a ese tiempo doloroso sólo sirve para abrir heridas, no sólo se acomoda a la  defensa de unos intereses determinados, sino que oculta lo que deliberadamente se quiso y se sigue queriendo negar, al tiempo que se perpetúa la marginación de los vencidos en lo que no fue sino un episodio más de la ancestral lucha de clases. No obstante, la deriva de esta constante interpretativa del tiempo presente ha terminado por propiciar que lo actuado en torno al tópico de “la memoria histórica” haya abierto vías a una inesperada forma de intervención ciudadana que refuerza la liberación de los descendientes.

En los pueblos, el “secreto público” de la represión generó una sintaxis de cohesión que se ha mantenido hasta la actualidad. En Conil de la Frontera el recuerdo de “la guerra” ha transitado por cauces muy similares a los de otras zonas de la Andalucía rural. La disidencia y la memoria amarga tendieron a mantenerse en los límites sagrados de lo privado, enfrentadas al exhibicionismo de los rituales de los vencedores. Callar, olvidar, disimular, aceptar el trabajo, el paso del tiempo y la mejora económica como lenitivos, y también ignorar o confundir,  exigieron, a quienes no participaban de los réditos de la victoria, la invención de un lenguaje propio lleno de tópicos y silencios, pero, paradójicamente, efectivo como forma de resistencia  no organizada.  A veces ha bastado con pronunciar o incluso con entonar de una manera determinada ciertos nombres.

Sin embargo, desde hace unos años, los paradigmas que enlazan lo personal con lo global y con la defensa de los derechos humanos, han facilitado que la experiencia propia haya empezado a estar disponible para el conocimiento de lo sucedido y para la reivindicación social de justicia y reparación de los familiares o de la clase de referencia. La asunción del pasado y sus nuevas interpretaciones ha incorporado a lo público una memoria de grupo relegada, mientras que en lo privado ha dado cuenta del paso de la vergüenza al orgullo, de la aceptación al cuestionamiento, y del olvido o del silencio, a la memoria. En Conil se hubiera perdido la posibilidad de comprender el origen de parte de nuestro presente si estas personas que han hablado no lo hubieran hecho o no hubieran permitido el registro de sus testimonios.

Han sido “los nadie” de entonces los que mayoritariamente han accedido a transmitir los miedos propios, las carencias de la infancia y el dolor sufrido por sus padres. Y es el análisis de esas fuentes orales el que aporta la posibilidad de conocer lo que pasó, pues aunque se destruyó mucho, casi todo, y de gran parte de lo actuado no se quiso dejar huella, a través de una pequeña referencia, de una fecha o de  una imagen, todavía se consigue llegar a muchos sitios. Por lo tanto, se ha configurado así un espectro mnemónico patrimonial, custodiado hoy en diferentes archivos públicos y privados. A saber, estas “voces” han posibilitado  conocer datos del desarrollo del golpe de Estado en el pueblo y de la percepción del mismo entre la población, y han facilitado los nombres de los elegidos para dar lecciones ejemplares, entre los que se incluyen los desaparecidos conileños; han apuntado también las localizaciones hipotéticas de la fosa en que todavía se encontrarían los cuerpos abandonados, a la espera de rescate; han informado sobre la  gestión pública y privada de esas pérdidas y sobre otras, lo mismo que sobre la exclusión y el sometimiento de las clases trabajadoras o sobre el devenir de un campo de presos políticos de casi 1000 represaliados, para el que alguien eligió su asiento en el remoto Conil de la Frontera. Asimismo sus sugerencias han terminado por revelar otras claves menos tópicas, por ejemplo, la que muestra facetas desconocidas de la supuestamente fuerte burguesía local, como la de un Carlos Romero Abreu, encarcelado en Cádiz por coordinar la red que extorsionaba a la población subiendo ilegalmente el precio del pan en el tiempo de la máxima escasez y del hambre. Y han ido dando las pautas de una convivencia que no puede sino parecernos enferma.

Ésta es la memoria conocida y registrada de Conil, pautada todavía por el miedo y la prudencia. Es lo que cuentan los de abajo. Sin embargo, la memoria directa o familiar de quienes fueron los agentes de la represión y la violencia, así como la de los forjadores del imaginario ahormado por el golpe de Estado militar, se mantiene oculta. Sus descendientes, excepto en contadas ocasiones, han venido optando por el silencio, manteniendo así la tradición en la que se sustentó el disfrute impune de los beneficios y el poder. Negar el pasado, o refirmarlo en un contexto ajeno y trastocado, es una pretensión vana, si se ha perdido el control de la información y del lenguaje simbólico en el que se basa el sometimiento del grupo.

Hasta ahora se ha podido empezar a comprender, a explicar, a las víctimas, pero falta profundizar en las razones y en las motivaciones de quienes las convirtieron en tales, o de  quienes se beneficiaron de su desgracia. Falta establecer las pautas de la vinculación dinámica de unos con otros, pero vistas ahora desde el otro lado, y en esto la memoria transmitida, o incluso la censurada, es una fuente historiográfica relevante. Por lo demás, ¿cómo ha evolucionado en estas familias el relato de lo sucedido? ¿Cómo se representan los descendientes este pasado? ¿Cuál es la potencia del imaginario transmitido y cómo actúa en el presente? Conocemos el discurso oficial de la memoria  de los vencedores, pero no su memoria propia, la personal y local, que sería tan necesaria para explicar la complejidad de las relaciones de poder y las oportunidades de su ejercicio político,  pero tan escamoteada hoy en el clan y tan bloqueada. Mientras no se pueda continuar profundizando en el terreno del conocimiento, hablar o callar, en los términos que aquí se están considerando, serán manifestaciones no sólo de formas de acción específicas, sino de ideologías activas en el combate mantenido en el presente.

En relación con las narrativas del pasado, el discurso dominante de la Transición ha tendido a excluir la incorporación de la experiencia de la memoria de las clases populares dándole categoría de anécdota familiar. La prosperidad y la estabilidad conseguidas se han  presentado hasta hace muy poco como valores suficientes para ligar estos grupos al sistema democrático. Por otro lado, la cualidad de inhóspito que adquiere todo pasado violento justifica su abandono y su revisión sin necesidad de mediatización alguna. Su desconocimiento y degradación lo salva de reclamaciones y enseñanzas cuando el ascenso social es asumido como   el “logro” generacional del periodo. En estos términos, la epopeya de la democracia se basta por ella misma y no necesita el referente de aquella posibilidad apenas intuida en la experiencia republicana.

Partiendo de esta situación, y una vez fijado un discurso oficial sobre el trauma de la violencia política, cualquier diferencia con los imaginarios del mismo se arriesga todavía hoy a ser interpretada como  ejercicio viciado de  la ciudadanía, como tantos otros posibles para los que el antídoto continúa siendo el ancestral de la despolitización a favor del no conflicto. Frente a división, cohesión social. Frente a ruptura, reforma y no cuestionamiento. Se ha dicho que el  pasado en España, para la clase política que asume este conocido discurso, y para sus mayorías, remite siempre a problemas, a enfrentamientos, a violencia, a pobreza y a estancamiento. Si se ha dado algún paso, como sucedió con la aprobación de  la llamada   “Ley de memoria histórica”, se asume que podrá haber un reconocimiento personal de las víctimas a las que se reconoce el derecho familiar o el de su propia dignidad, pero nada o poco se sopesa  de los valores democráticos que a muchas de ellas les costaron la vida o de la posibilidad  de la revolución social que quedó perdida quién sabe hasta cuándo. A partir de aquí,  las aportaciones, enseñanzas o reivindicaciones de las clases obreras movilizadas, de la burguesía empeñada en un proceso de modernización o de los intelectuales comprometidos  con el mismo, se tienden a domesticar si problematizan el presente de la monarquía aún en la posdemocracia o si se apartan de las claves estereotipadas de la reconciliación fijada en el perverso  asidero del “todos fueron iguales”.

Por lo tanto, el asunto de cómo una sociedad trata la experiencia traumática fundacional de su presente es un indicador de su proyección democrática y ciudadana en el presente. La memoria y la asunción de su sentimentalidad pueden ser instrumentos actuales para una  ciudadanía activa. El cambio cultural que replantea la consideración de nuestro pasado, acorde con ámbitos internacionales más amplios, es el que multiplica los puntos de vista y con ellos la riqueza y los matices de las probabilidades reconsiderables. La nueva sociedad civil, nacida de la experiencia de la crisis económica, debería liderar este cambio. Lo horizontal, la interdisciplinaridad, la desprofesionalización, la oportunidad de participación y empoderamiento, abren el campo político y social en términos de democratización. Existe una didáctica de la memoria que facilita y propicia la participación de los de abajo. Reclamarla, ejercitarla  y atenderla son sus propuestas.

* Magdalena González (Ávila, 1962) es doctora en Historia por la Universidad Complutense de Madrid. Ha impartido clases en el instituto “La Atalaya” de Conil de la Frontera y en otros centros de enseñanza secundaria de Madrid y Cádiz. Como investigadora centra su trabajo en el estudio de la transmisión de la memoria generacional de la violencia política. Es autora de Memoria del tiempo presente en Conil de la Frontera (1931-2011) y De lo vivo lejano(2014), ha publicado diversos artículos en revistas especializadas y obras colectivas.

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