Magdalena González*
El recuerdo y el análisis del
pasado se inscriben siempre en el presente y esa reflexión o creación sobre lo sucedido en el
tiempo que nos precede informa sobre la sociedad de la que formamos parte.
Luego la memoria, y en parte también la historia, es una forma de actualización
y proyección permanente de los hechos que sucedieron.
La memoria compartida (siempre
plural y la que aquí más nos interesa) reivindica, cohesiona, legítima y genera
formas de actuación que tienen por referencia la identidad. La experiencia de
lo vivido o de lo conocido se transmite como forma de aprendizaje social para
crear y mantener vínculos de pertenencia al grupo, lo que en sí mismo ya
justificaría el interés de la historia social y cultural por los contenidos y características de esa
transmisión. De manera parecida ocurre con la memoria autobiográfica, que desde
la segunda mitad del siglo XX es también una herramienta pujante de las
ciencias sociales, y muy en especial de la historia, porque la consideración de
la población civil como objetivo de la violencia política ha llenado el pasado
de víctimas sometidas a reevaluación en las sociedades de los sistemas
democráticos más avanzados.
En el caso de España, sin
embargo, la singular experiencia del golpe de Estado, de la guerra, la dictadura y la transición democrática
pactada, a las que éste dio lugar, ha venido reforzando la persistencia en el
espacio público de un relato oficial de la memoria de los vencedores que
condiciona todavía parte de nuestra percepción de la actualidad, lo que sin
duda parece un grave déficit democrático. Se da así la circunstancia de que la
resistencia del correoso discurso de la división y el enfrentamiento continúa
impidiendo un consenso cívico deseable y actualizado, no sólo sobre los traumas
pretéritos, sino también sobre muchas otras cuestiones de importancia para los
que éste parece continuar como referente interpretativo.
Si nos centramos en la
resignificación de los años treinta y de la dictadura, la lectura, tan
repetida, de que volver a ese tiempo
doloroso sólo sirve para abrir heridas, no sólo se acomoda a la defensa de unos intereses determinados, sino
que oculta lo que deliberadamente se quiso y se sigue queriendo negar, al
tiempo que se perpetúa la marginación de los vencidos en lo que no fue sino un
episodio más de la ancestral lucha de clases. No obstante, la deriva de esta
constante interpretativa del tiempo presente ha terminado por propiciar que lo
actuado en torno al tópico de “la memoria histórica” haya abierto vías a una
inesperada forma de intervención ciudadana que refuerza la liberación de los
descendientes.
En los pueblos, el “secreto
público” de la represión generó una sintaxis de cohesión que se ha mantenido
hasta la actualidad. En Conil de la Frontera el recuerdo de “la guerra” ha
transitado por cauces muy similares a los de otras zonas de la Andalucía rural.
La disidencia y la memoria amarga tendieron a mantenerse en los límites
sagrados de lo privado, enfrentadas al exhibicionismo de los rituales de los
vencedores. Callar, olvidar, disimular, aceptar el trabajo, el paso del tiempo
y la mejora económica como lenitivos, y también ignorar o confundir, exigieron, a quienes no participaban de los
réditos de la victoria, la invención de un lenguaje propio lleno de tópicos y
silencios, pero, paradójicamente, efectivo como forma de resistencia no organizada. A veces ha bastado con pronunciar o incluso
con entonar de una manera determinada ciertos nombres.
Sin embargo, desde hace unos
años, los paradigmas que enlazan lo personal con lo global y con la defensa de
los derechos humanos, han facilitado que la experiencia propia haya empezado a
estar disponible para el conocimiento de lo sucedido y para la reivindicación
social de justicia y reparación de los familiares o de la clase de referencia.
La asunción del pasado y sus nuevas interpretaciones ha incorporado a lo
público una memoria de grupo relegada, mientras que en lo privado ha dado
cuenta del paso de la vergüenza al orgullo, de la aceptación al
cuestionamiento, y del olvido o del silencio, a la memoria. En Conil se hubiera
perdido la posibilidad de comprender el origen de parte de nuestro presente si
estas personas que han hablado no lo hubieran hecho o no hubieran permitido el
registro de sus testimonios.
Han sido “los nadie” de entonces
los que mayoritariamente han accedido a transmitir los miedos propios, las
carencias de la infancia y el dolor sufrido por sus padres. Y es el análisis de
esas fuentes orales el que aporta la posibilidad de conocer lo que pasó, pues
aunque se destruyó mucho, casi todo, y de gran parte de lo actuado no se quiso
dejar huella, a través de una pequeña referencia, de una fecha o de una imagen, todavía se consigue llegar a
muchos sitios. Por lo tanto, se ha configurado así un espectro mnemónico
patrimonial, custodiado hoy en diferentes archivos públicos y privados. A
saber, estas “voces” han posibilitado
conocer datos del desarrollo del golpe de Estado en el pueblo y de la
percepción del mismo entre la población, y han facilitado los nombres de los
elegidos para dar lecciones ejemplares, entre los que se incluyen los
desaparecidos conileños; han apuntado también las localizaciones hipotéticas de
la fosa en que todavía se encontrarían los cuerpos abandonados, a la espera de
rescate; han informado sobre la gestión
pública y privada de esas pérdidas y sobre otras, lo mismo que sobre la
exclusión y el sometimiento de las clases trabajadoras o sobre el devenir de un
campo de presos políticos de casi 1000 represaliados, para el que alguien
eligió su asiento en el remoto Conil de la Frontera. Asimismo sus sugerencias
han terminado por revelar otras claves menos tópicas, por ejemplo, la que
muestra facetas desconocidas de la supuestamente fuerte burguesía local, como
la de un Carlos Romero Abreu, encarcelado en Cádiz por coordinar la red que
extorsionaba a la población subiendo ilegalmente el precio del pan en el tiempo
de la máxima escasez y del hambre. Y han ido dando las pautas de una
convivencia que no puede sino parecernos enferma.
Ésta es la memoria conocida y
registrada de Conil, pautada todavía por el miedo y la prudencia. Es lo que
cuentan los de abajo. Sin embargo, la memoria directa o familiar de quienes
fueron los agentes de la represión y la violencia, así como la de los
forjadores del imaginario ahormado por el golpe de Estado militar, se mantiene
oculta. Sus descendientes, excepto en contadas ocasiones, han venido optando
por el silencio, manteniendo así la tradición en la que se sustentó el disfrute
impune de los beneficios y el poder. Negar el pasado, o refirmarlo en un
contexto ajeno y trastocado, es una pretensión vana, si se ha perdido el control
de la información y del lenguaje simbólico en el que se basa el sometimiento
del grupo.
Hasta ahora se ha podido empezar
a comprender, a explicar, a las víctimas, pero falta profundizar en las razones
y en las motivaciones de quienes las convirtieron en tales, o de quienes se beneficiaron de su desgracia.
Falta establecer las pautas de la vinculación dinámica de unos con otros, pero
vistas ahora desde el otro lado, y en esto la memoria transmitida, o incluso la
censurada, es una fuente historiográfica relevante. Por lo demás, ¿cómo ha
evolucionado en estas familias el relato de lo sucedido? ¿Cómo se representan
los descendientes este pasado? ¿Cuál es la potencia del imaginario transmitido
y cómo actúa en el presente? Conocemos el discurso oficial de la memoria de los vencedores, pero no su memoria propia,
la personal y local, que sería tan necesaria para explicar la complejidad de
las relaciones de poder y las oportunidades de su ejercicio político, pero tan escamoteada hoy en el clan y tan
bloqueada. Mientras no se pueda continuar profundizando en el terreno del
conocimiento, hablar o callar, en los términos que aquí se están considerando,
serán manifestaciones no sólo de formas de acción específicas, sino de
ideologías activas en el combate mantenido en el presente.
En relación con las narrativas
del pasado, el discurso dominante de la Transición ha tendido a excluir la
incorporación de la experiencia de la memoria de las clases populares dándole
categoría de anécdota familiar. La prosperidad y la estabilidad conseguidas se
han presentado hasta hace muy poco como
valores suficientes para ligar estos grupos al sistema democrático. Por otro
lado, la cualidad de inhóspito que adquiere todo pasado violento justifica su
abandono y su revisión sin necesidad de mediatización alguna. Su
desconocimiento y degradación lo salva de reclamaciones y enseñanzas cuando el
ascenso social es asumido como el
“logro” generacional del periodo. En estos términos, la epopeya de la democracia
se basta por ella misma y no necesita el referente de aquella posibilidad
apenas intuida en la experiencia republicana.
Partiendo de esta situación, y
una vez fijado un discurso oficial sobre el trauma de la violencia política,
cualquier diferencia con los imaginarios del mismo se arriesga todavía hoy a
ser interpretada como ejercicio viciado
de la ciudadanía, como tantos otros
posibles para los que el antídoto continúa siendo el ancestral de la
despolitización a favor del no conflicto. Frente a división, cohesión social.
Frente a ruptura, reforma y no cuestionamiento. Se ha dicho que el pasado en España, para la clase política que
asume este conocido discurso, y para sus mayorías, remite siempre a problemas,
a enfrentamientos, a violencia, a pobreza y a estancamiento. Si se ha dado algún
paso, como sucedió con la aprobación de
la llamada “Ley de memoria
histórica”, se asume que podrá haber un reconocimiento personal de las víctimas
a las que se reconoce el derecho familiar o el de su propia dignidad, pero nada
o poco se sopesa de los valores
democráticos que a muchas de ellas les costaron la vida o de la
posibilidad de la revolución social que
quedó perdida quién sabe hasta cuándo. A partir de aquí, las aportaciones, enseñanzas o
reivindicaciones de las clases obreras movilizadas, de la burguesía empeñada en
un proceso de modernización o de los intelectuales comprometidos con el mismo, se tienden a domesticar si
problematizan el presente de la monarquía aún en la posdemocracia o si se apartan
de las claves estereotipadas de la reconciliación fijada en el perverso asidero del “todos fueron iguales”.
Por lo tanto, el asunto de cómo
una sociedad trata la experiencia traumática fundacional de su presente es un
indicador de su proyección democrática y ciudadana en el presente. La memoria y
la asunción de su sentimentalidad pueden ser instrumentos actuales para
una ciudadanía activa. El cambio
cultural que replantea la consideración de nuestro pasado, acorde con ámbitos
internacionales más amplios, es el que multiplica los puntos de vista y con
ellos la riqueza y los matices de las probabilidades reconsiderables. La nueva
sociedad civil, nacida de la experiencia de la crisis económica, debería
liderar este cambio. Lo horizontal, la interdisciplinaridad, la
desprofesionalización, la oportunidad de participación y empoderamiento, abren
el campo político y social en términos de democratización. Existe una didáctica
de la memoria que facilita y propicia la participación de los de abajo.
Reclamarla, ejercitarla y atenderla son
sus propuestas.
* Magdalena
González (Ávila, 1962) es doctora en Historia por la Universidad Complutense de
Madrid. Ha impartido clases en el instituto “La Atalaya” de Conil de la
Frontera y en otros centros de enseñanza secundaria de Madrid y Cádiz. Como
investigadora centra su trabajo en el estudio de la transmisión de la memoria
generacional de la violencia política. Es autora de Memoria del tiempo presente
en Conil de la Frontera (1931-2011) y De lo vivo lejano(2014), ha publicado
diversos artículos en revistas especializadas y obras colectivas.
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